30 noviembre, 2014
Supo que era especial aún siendo una niña. No hacía ni le gustaban las mismas cosas que al resto de chicos del barrio. Mientras todos jugaban al fútbol en la explanada; a ella le fascinaba sentarse al borde de la acera a mirar historias en el cielo. Se quedaba embobada observando las plantas del jardín cuando jugaban al escondite, hasta el punto de olvidar que ella también estaba participando. Muy pronto el resto de niños encontraron una nueva diversión en la que decidieron incluirla. El nuevo juego consistía en correr hacia ella para insultarle y pegarle en cuanto la veían aparecer en la explanada. Intentaba escaparse pero no era demasiado rápida. Así pues el juego siempre acababa de la misma forma: ella llorando y el resto de niños del barrio riéndose y celebrando el objetivo cumplido. No tenían nada en contra de ella. Simplemente les parecía divertido. Que los niños son crueles no es ninguna metáfora, sino una verdad categórica.
Dejó de salir a jugar fuera. Realmente no necesitaba a nadie para hacerlo. Era hija única, estaba más que acostumbrada a jugar sola. En el reino de su casa ella era la princesa y no podían hacerle daño, aunque se sintiera un poco sola. Fue entonces cuando sus padres le contaron que pronto serían uno más. Ella gritó emocionada de felicidad. El deseo más grande, ese en el que pensaba todas las noches antes de dormir, iba a convertirse en realidad. Pasados los meses, una bebé preciosa llegó a la casa. Pero nada fue como ella había imaginado. Su hermana no hacía nada, aparte de llorar y centrar gran parte de la atención que le había pertenecido hasta entonces. Se cayó del trono y su pequeña corona dorada se esfumó. Un ruido sordo se instaló en su pecho. La sensación de querer y odiar al mismo tiempo. La alegría de saber que jamás volvería a estar sola y la desazón de tener que compartir los afectos y las atenciones. La culpa por sentirse así. Deseó con todas sus fuerzas ser mayor. Los mayores no se sentían como ella. En su inocente cabecita creyó que la felicidad plena llegaría cuando fuera adulta y pudiera ser libre para hacer lo que diera la gana.
Creció sintiéndose diferente. Percibía que todo lo que había a su alrededor era señales que le indicaban que no iba por el buen camino, o al menos así lo vivía ella. No era como los demás niños y ella entendió que aquello era malo. Parecía como si todo su mundo le jaleara para ser como todos los demás. Y tanto empeño puso en ello que olvidó ser ella misma. Sin embargo, los resultados no fueron los esperados. Ella quería ser normal, una más. Sólo que, a veces, la cabra tiraba hacia el monte y un pequeño ramalazo excéntrico salía para avergonzarla. Delante de su familia, de sus compañeras de clase, de los niños del barrio… en el momento más inesperado.
La pubertad no fue de gran ayuda para evitar verse como un bicho raro. Sus hormonas se levantaron contra la dictadura del «ser normal». Si había nacido para ser una rara, lo sería. Con todas sus consecuencias. Pero ella se había olvidado de ser ella; por lo que a su rebelde adolescencia no le quedó otra que construir lo que ella creía ser. Y así lo hizo. A la imagen y semejanza del personaje que le devolvía una sonrisa socarrona cuando no se miraba en el espejo. Y todo fue cuesta abajo y sin frenos: llanto, desazón, sentimiento de no valer nada, de ser débil, inutil, incapaz, la sensación de ser un fraude. Y, para rematar bien, la falsa calma, momentánea, enfermiza y efímera que encontró mientras se comía un helado grande que compró con dinero sisado del monedero de su madre. Escapar para luego volver a escuchar el maldito ruido sordo instalado dentro su corazón que le anunciaba la culpa y la vergüenza.
Ella se hizo mayor y la felicidad plena no estaba esperándole en la línea de llegada con un gran ramo de flores. Solo había a su alrededor un enorme vacío frío, oscuro que le hacía temblar. Quiso gritar pero no pudo. Lloró desesperada por poder volver atrás pero ya no era posible. Sólo quedaba una solución que se le asomaba imposible dentro de su cabeza: encontrarse a sí misma, descubrir quien era realmente.
No fue nada fácil. Y no pudo llevarlo a cabo ella sola. Ahí estuvo su familia, sus amigos, compañeros que se arremangaron para ayudarla a pesar de sus primeros recelos, sus negativas y su desconfianza. Estuvieron ahí para darle la mano y poder levantarse en las esperadas caídas. Muchas veces quiso rendirse, tirar la toalla pero nadie permitió que lo hiciera. Los ganadores nunca se rinden, no importan las veces que caigan. Fue así cómo ella, poco a poco, logró volver a confíar en las personas. Eso le llevó a reencontrarse con ella misma, descubrirse y asombrarse con la potente luz que desprendía. El ruido sordo que se había instalado en su corazón calló. Para siempre.
Fue entonces cuando volvió a sentirse tal y como era. Especial.
Etiquetas: amigos, ayuda, familia, ganar, TCA, trastornos de la conducta alimentaria, vencer
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