Crecer

30 octubre, 2014

El niño jugaba en el andén de la estación, ajeno al mundo que lo rodeaba. Jugaba con una pelota de colores chillones, botándola más y más alto cada vez. Su padre le advirtió que dejara de jugar, el tren que debían tomar estaba entrando en la estación.
Entonces sucedió algo inesperado. La pelota botó muy arriba, y al caer chocó contra una de las columnas metálicas desviando su trayectoria hacia la vía. Botó de nuevo y la cabecera del cercanías la propulsó hacia delante mientras su pequeño dueño quedaba atónito.

Estalló en un llanto desconsolado. Su madre tuvo que cogerle en brazos para poder subir al tren; él se negaba. Quería recuperar su pelota. La familia se sentó y el tren inició la marcha hacia su destino. El niño seguía llorando acurrucado en el regazo de su madre. Ella le acariciaba el pelo para intentar calmarlo, mientras hablaba con él dulce y comprensiva.

- No te preocupes, cariño. Mamá te comprará una pelota antes de llegar a casa de los abuelos. Una igualita a la que tenías.

El niño sollozaba.

- Yo no quiero otra pelota. Ésa era mi pelota.Cuando pintaba en mi cuarto, la miraba y estaba conmigo. Iba a estar conmigo toda vida…

La madre sonrió y tuvo que reprimir la risa que le provocaban las inocentes palabras de su hijo.

-Cariño, tu pelota ha decidido ser libre e ir a recorrer el mundo. No podemos detenerla si realmente ése es su deseo. Si de verdad la quieres, deséale la mejor suerte en su aventura y dile adiós.

El niño miró compungido a su madre.

-Ya. No me queda más remedio- dijo con una vehemencia impropia de su edad – Adiós pelota.

La madre lo abrazó y atrajo su carita hacia su pecho, hacia el consuelo que solo una madre puede dar. El padre acarició la espalda de su retoño, conmovido por la lección que la vida acababa de dar al pequeño.

Un señor famoso que sale en la tele dice que crecer es aprender a despedirse. Razón no le falta. La despedida lleva implícita la aceptación del fin de aquello a lo que decimos adiós: una relación amorosa, una amistad, un trabajo, una etapa vital, un contrincante… Crecer es dejar marchar a lo que ya ha cumplido su cometido. Si lo retenemos, solo sirve para huir del cambio que supone esa despedida. Sin embargo, el cambio no huye del ser humano. Lo arrolla como una apisonadora, si es necesario, nunca se detiene. No atiende a razones, ni a excusas, ni a excepciones.
Cuándo nos despedimos, algo en nuestra mente nos indica que el cambio ha llegado, que nuestra vida ya no será como la hemos conocido hasta ahora. Es justo en esta circunstancia donde se pone a prueba una de las cualidades más fascinantes del ser humano: su resiliencia, es decir, su cualidad de sobreponerse a situaciones adversas o a períodos de dolor emocional. Su capacidad para seguir hacia delante a pesar de las dificultades, las dudas y la incertidumbre que nos da la vida todos los días. Todos los seres humanos poseemos resiliencia, sin excepciones. Desarrollarla nos convierte en mejores personas con más capacidad de adaptación al mundo que nos toca vivir. Porque la diferencia no está en tener o no tener problemas, sino en hasta qué punto limitan nuestra vida y cómo los abordamos para encontrar soluciones.
Un aspecto determinante para que una persona desarrolle un trastorno de la conducta alimentaria es el miedo a crecer y a asumir un rol adulto. Esta negación está íntimamente relacionada con la falta de seguridad en uno mismo, la sensación de incapacidad para ser “mayor” y con la baja autoestima que se se padece con esta enfermedad. El miedo al cambio priva al paciente de experimentar un camino hacia la madurez sano y necesario para disfrutar de una buena calidad de vida. No interioriza ni acepta que hay que dejar ir al pasado y no aferrarse a aquello que fue. No lo hace porque le aterra enfrentarse al presente, tomar decisiones equivocadas que hipotequen su futuro. Aunque, en realidad ya lo está; pero no es consciente de esa falta de libertad y de que es él mismo el que está saboteando lo que está por llegar.
Debemos vivir la vida que para eso nos la dieron, recorrer mundo y vivir nuestra aventura tal y como la pelota. Así pues, despidámonos del niño en el andén y saltemos a lo desconocido.

 

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