31 julio, 2014
Movía la pierna nerviosa mientras esperaba sentada en la sala de espera. Su consulta llevaba más de tres cuartos de hora de retraso, tiempo suficiente para haberse arrepentido unas cuantas veces de estar ahí. Pero la suerte ya estaba echada. No se encontraba bien, no era feliz y su vida era más parecida a la existencia de una ameba que a la de un ser humano adulto. Necesitaba ayuda, eso no lo dudaba nadie. Ni siquiera ella misma.
Sus padres habían accedido a acompañarla. Aunque fuese incapaz de verlo en aquel momento, estaban muy preocupados. En particular su madre sufría mucho por ver que ella no era «normal» desde tiempo atrás. Había sido idea de la madre acudir allí, como casi todo los anteriores intentos fallidos de encontrar una solución para su hija. De hecho, sin decirle nada a nadie, la madre había hecho un pacto consigo misma: No contaría las veces que fracasara en el intento de salvar a su hija, jamás se rendiría. La situación le hacía sentir culpable y responsable. No había sabido educar correctamente a su hija, sino hacerle daño.
Llegó su turno. Pasó a un despacho aséptico donde le esperaban un señor con cara de topillo y una chica joven con el pelo corto y grandes gafas de pasta. Le hicieron preguntas sobre ella, su estado de ánimo, su rutina. Escucharon atentamente cómo de mierda era su vida y lo desgraciada que se sentía. También les contó los episodios de los atracones, muerta de vergüenza por lo que ellos pudieran opinar. Ellos le explicaron qué es lo que le ocurría; y que se podía salir de ello. Le dieron ánimos no muy creibles en aquel momento para ella: «Con esfuerzo por tu parte, podrás estar bien». Le contaron una serie de pautas que tendría que cumplir de manera estricta y que acudiría a una terapia grupal. Salió de la consulta con la extraña sensación de sentirse aliviada pero acorralada a un mismo tiempo. No las tenía todas con ella de que aquello fuese a funcionar pero ya estaba allí y no había manera de volver atrás.
Ella intuía que aquello no iba a ser un camino de rosas. La verdad es que si hubiese sido consciente de lo que se le venía encima, habría salido huyendo. Porque para encontrarse «mejor», debía hacer justo todo lo contrario a lo que le apetecía, lo que pedía el cuerpo. Tenía que cortar las vías de escape a la enfermedad, le había dicho el terapeuta. Es muy fácil decirlo, sí. Hacerlo era otro cantar.
Y ahí estuvieron sus padres, toda su familia, sus amigos para echarle un cable. En los malos momentos y en los peores; porque los buenos tardaron algo más en llegar. Pero llegaron, poco a poco, gracias al esfuerzo y el gran apoyo que recibió de su gente, esa a la que nunca había pedido ayuda. Y alguien estuvo ahí en todos los momentos que los que estuvo a punto de abandonar, en los momentos que metió la pata, en las recaídas siempre tuvo varias manos que consiguieron que se volviese a levantar y continuase. Y cuando quiso mandarlo todo a paseo y abandonar, alguien se lo impidió.
Es tremendamente duro y dificil superar un trastorno de la conducta alimentaria y conseguir el alta. Y si no se cuenta con un apoyo del entorno se convierte en casi imposible. Una amplia mayoría de las personas que obtienen el alta han llegado hasta ella gracias al apoyo incondicional que les han brindado los suyos. Porque cuando se padece un TCA, además que privarte de la libertad, la realidad se distorsiona y las percepciones se reciben sesgadas; se pierde el contacto con la realidad. Porque un trastorno de la conducta alimentaria lleva a automatizar comportamientos nocivos, agresivos y destructivos para uno mismo. Porque la inseguridad y la falta de autoestima que los produce oscurecen el cristal por el que se mira el mundo. Y lo más importante: porque nadie es autosuficiente y los seres humanos necesitamos de los demás para poder afrontar los retos que lanza la vida.
La madre no se rindió. Fue durísimo, pero mereció la pena ayudar a su hija, volver a verla sonreír, tener brillo en los ojos e ilusiones en el corazón. Ella, como muchas otras madres, padres, hermanos, abuelos, novios, maridos, amigos, compañeros de clase, colegas de trabajo merecerían un monumento por la generosidad y el increible esfuerzo y tesón que ponen en sacar adelante a los pacientes.
Millones de gracias a todos por todo.
Foto de portada: Fuente
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