30 junio, 2014
Ella regresaba a casa desde las antípodas después de su beca Erasmus y, de manera inesperada, aterrizó en Adalmed. No supo bien cómo ni quienes habían urdido esa drástico encerrona hasta mucho tiempo después. En aquel instante solo pudo sentir cómo el infierno había seguido su rastro desde Australia para quedarse con ella. Casi sin poder evitarlo, Adalmed, el tratamiento y sus compañeras de grupo tuvimos que darle a bienvenida a España casi al tiempo que ¡¡Sorpresa!!
¡Pero qué pesados! Todos estaban empeñados en convencerla de que estaba enferma, que debía tratarse, aunque Ella no lo creyera así. Estaba perfectamente sana. Si bien es cierto que no conocía la felicidad plena pero es que nadie es capaz de conseguirla ¿no? Y exageraban cinco pueblos cuando decían que la preocupación que tenía por su imagen física era obsesiva y enfermiza. Ni que fuera una fashion victim. Desde luego, a ella no le pasaba absolutamente nada.
De repente se vio sentada en una silla en medio de aquel círculo de chicas sonrientes y desconocidas. Estaban allí para echarle un cable, o eso fue lo que le dijo el jefe de todo aquello. A simple vista tampoco percibió que padecieran nada de nada. Eso sí, que no contaran con que se relacionara con ellas. No era nada personal pero no había ido allí a hacer amigas. Y así lo hizo saber de manera muy educada. A nadie le habían rechazado tan diplomáticamente hasta ese día. Sesión tras sesión, cumplía estrictamente con su asistencia en Adalmed. Llegaba, se sentaba, se colocaba la coraza con la que aislarse de ese mundo con el que no se sentía para nada identificada y donde, al parecer, pretendían que estuviese durante una temporadita.
Pronto se dio cuenta de que con esa actitud no conseguiría escapar. Sentía como si estuviera cayendo en una vorágine sin salida; ya no podía cumplir sus objetivos y expectativas con el cuerpo y comida debido a las dichosas pautas de la dictadura adalmediana, pero tampoco estaba cumpliendo con los “compromisos” tontos que le permitirían abandonar aquel nido de grillos. Enrocada, en tablas, en tierra de nadie, pensó en cuál debía ser su objetivo: salir de allí cuanto antes. Y si para conseguirlo tenía que seguir la corriente a aquella panda de raros, estaba dispuesta a asumirlo. Por esta razón decidió cumplir con todo lo que se suponía que debía hacer.
Hoy, contado así suena como que fue coser y cantar. Nada más lejos de la realidad. Para poder salir de Adalmed debía cumplir a rajatabla con todo lo que ella pensaba que eran estupideces sin sentido, aunque sólo fuese para que se callaran. Los inicios fueron muy duros pero estaba convencida que permanecería en Adalmed el tiempo estrictamente necesario.»Cuánto antes lo haga, antes me iré» se repetía como un mantra. Y puede que esa convicción le sirviera para no flaquear, ser constante y hacer justo lo que menos le apetecía: nadar a contracorriente
Los días fueron pasando. Y las chicas con las que se sentaba en círculo todos los martes y jueves empezaron a tener nombres propios, problemas que les costaba resolver, preocupaciones; y sueños que les parecían inalcanzables. Y en ocasiones se pilló a sí misma pensando «Anda, si eso también me pasa a mí» o «Yo eso también lo he pensado alguna vez». Algunas de ellas lo contaban con si todo su mundo dependiera de aquello, otras le quitaban toda la importancia que pudiera tener hasta convertirlo en una frivolidad. Se vio reflejada en varios espejos, desde distintos ángulos que le indujeron a acercarse a mirarlos más detenidamente.
Esto hizo que fuese derribando las murallas que había construido para proteger su «delicada» autoestima. Ese derrumbe le ayudó a afrontar el fin de su periodo universitario, mejorar su ambiente familiar. Afrontó la llegada de su etapa adulta, buscando el trabajo para el que decía «no tener ninguna vocación». Ella había ido a la universidad, sí, para ser dependienta en Zara. Aprendió cómo mejorar la relación con sus amigos y a ser capaz de encontrar otros nuevos. Por supuesto, también le vino de perlas cuando apostó por conocer y tener una relación de pareja con Miguel, con el que se ha casado y están construyendo un proyecto de vida juntos.
La verdadera Ella floreció de entre las ruinas de sus murallas. Las que la vimos por primera vez, aún recordamos una expresión en su rostro impasible, sin ningún atisbo de sentimiento, por encima del bien y del mal. Como también nos ha sido imposible olvidar su cabeza baja, los brazos cruzados y una pierna meneándose de un lado a otro dentro de aquellos pantalones bombachos. Y es maravilloso poder decir ahora que adoramos su sonrisa porque nos transmite alegría, mucha felicidad y entusiasmo con su vida. Y es que en el momento en el que se abrió, ayudó y se dejó ayudar, su visión de las cosas cambió por completo.
Este texto forma parte del testimonio que dos pacientes le dedicaron a una de sus compañeras cuando se fue con el alta grupal en sus manos. Un TCA se cura. Porque sí, se puede.
Etiquetas: Alta grupal, autoestima, curar, TCA, terapia grupal
© 2024 El Blog de Adalmed | Theme by Eleven Themes
Deja tu comentario